Un Soplo
No sólo soplan en Venecia la tramontana,
el lebeche, el mistral o el siroco; también hay otros vientos a los que nadie
se ha preocupado de ponerles nombre porque son pequeños y antojadizos: inquietos
pájaros de aire que tan pronto van en una dirección como en otra.
En la calle en la que vivía Gianbattista
Zorzi, en la Giudecca, se había avecindado entre las grietas de una casa
ruinosa uno de estos vientos menudos. Gianbattista lo sabía porque cada vez que
pasaba por delante del edificio notaba una corriente fría que le obligaba a
envolverse en la capa.
Gianbattista Zorzi llevaba meses planeando
fugarse con una enamorada suya que era profesa en el convento de las
benedictinas de Santa Ana. Lo tenía todo preparado, incluso había adelantado
medio cequí a un gondolero para que el día de la huida les estuviera esperando
escondido bajo el puente que había junto al convento. Lo único que quedaba era
hacerle llegar el plan a la monja, para que estuviese apercibida cuando llegase
el momento. Pero para esto no encontraba forma.
Un día, mientras Gianbattista miraba
distraído por la ventana, vio pasar por la calle a un forastero vestido con una
casaca de terciopelo y un sombrero con una gran pluma blanca. Al cruzar el
forastero frente a la vieja casa en ruinas, el vientecillo salió de su
escondrijo y arrebatándole el sombrero, se lo llevó por los aires mientras el
caballero corría tras él tratando inútilmente de alcanzarlo. El sombrero
ascendía y ya estaba casi a la altura de la ventana de Gianbattista. Gianbattista,
iluminado por una idea repentina, abrió de par en par los batientes de la
ventana, dejó que entrase el viento que escapaba con el sombrero emplumado y
cerró rápidamente. Tras la rendija de la persiana espió al forastero que miraba
confuso en todas direcciones.
Desde entonces se había establecido un
pacto tácito entre Gianbattista y aquel airecillo revoltoso. Todas las mañanas
Gianbattista dejaba bien abiertos los postigos de la ventana, y el viento iba
escondiendo en su habitación las cosas que robaba a los viandantes: guantes,
sombrillas, pañuelos de encaje, pelucas, e incluso el pliego de una demanda
testamentaria que un tal Finotto iba a interponer ante el Tribunal de los
Cuarenta. Pero otras veces entraba el viento en el aposento sin nada, y
simplemente se entretenía en enroscarse morosamente entre los diversos objetos
que componían su botín, ya acariciando la pluma blanca del sombrero, ya
haciendo girar un quitasol como si fuera un molinillo de papel.
La idea que había tenido Gianbattista era
que el viento transportase el papel donde iba toda la traza de la fuga, y
cruzando a la otra orilla del canal lo introdujese en la celda de la monja.
Cavilando en cómo enseñarle lo que quería que hiciese, Gianbattista dio en lo
siguiente: descosió la pluma del sombrero, en la que el remolino siempre traía
enredados sus traviesos dedos de aire, y mojándola en un tintero, empezó a
dibujarle un plano del camino por el que debía llevar el mensaje. Un día tras
otro le pintaba en la esquina de un papel el convento de Santa Ana, y en la
parte de arriba, la celosía de su monja, que era el punto de destino; le
pintaba también la cúpula de San Juan y San Pablo y las torres del Arsenal,
para que se orientase. En medio del folio iba la ensenada, y en la esquina contraria,
la Giudecca, con su casa y su ventana, donde le dibujaba un Eolo con los
carrillos hinchados, como los que ponen los cosmógrafos en sus mapas, y un
cuadradito pequeño, que era la carta para la monja, con una flecha que salía de
los labios del Eolo y acababa en el convento.
El viento, agarrado a la pluma, seguía con
mucha atención todos estos garabatos y parecía entender lo que Gianbattista le
pedía. De hecho empezó a levantar el mensaje, que Gianbattista tenía doblado en
la mesilla, y a hacerlo revolotear por la habitación, como para calibrarle el
peso, y al tiempo, manifestar que se hallaba dispuesto para la misión.
Por fin llegó la víspera del día que
Gianbattista había señalado para la fuga. Mandó recado a la casa del gondolero,
para que estuviese al día siguiente en el lugar convenido. Metió luego el
mensaje con los detalles de la huida en un sobre, puso unos versos al dorso que
decían:
Ésta
que envío, alada,
Es
llave que Amor te ofrece
Pues
dice que no merece
Que
languidezca encerrada
Quien
por su herida adolece.
Y firmó, blasfemo, “il tuo vero sposo,
Gianbattista Zorzi”. A continuación, lo colocó encima del repecho de la
ventana. Tal como esperaba, el viento alzó suavemente la carta y se la llevó
volando sobre los tejados de la Giudecca en dirección al canal. Gianbattista la
vió, emocionado, remontar la cúpula de San Jorge, y cruzar hacia la otra
orilla, hacia el Arsenal y el barrio de Castello y cerró, satisfecho, la
ventana.
Una vez que el viento se sintió fuera de
la vista de su comitente, cambió repentinamente de rumbo y girando a la
izquierda en la Riva degli Schiavoni,
se dirigió a San Marcos. Entró en uno de los patios del palacio ducal, se
introdujo por una de las bocas de león de mármol, cruzó varios salones y
antecámaras, y llegando ante una gruesa puerta de madera, se coló por un
resquicio.
Dentro, tres magistrados sesteaban
rodeados de varias pilas de papel. Uno de ellos, al notar la corriente,
entreabrió los ojos.
-Ah, eres tú – dijo-. ¿Qué nos traes esta
vez?
El viento posó la carta sobre el sólido
escritorio de ébano, y el magistrado leyó distraído el sobrescrito.
– Otro galanteador de monjas - observó con
voz aburrida-. Muy bien, ya que estás aquí llévasela al jefe de la guardia,
para que apunte el nombre y lo haga prender.
El viento cogió el sobre y salió sin hacer
ruido de la Sala de los Inquisidores.
Hola, estaba inentando contactar contigo por algo que vi en tu perfil de twitter y como no soy usuario de esa red no puedo hacerlo. Si puedes por favor envíame un correo a tras.imagenes@gmail.com
ResponderBorrarUn saludo